divendres, 4 de gener del 2013

HACIA MIRANDA DE DOURO

     Atravesamos una enorme planicie. Una gran planicie situada a unos mil metros de altitud. Ahora comprendo el frío de estas latitudes. Hasta hoy no me he dado cuenta de que en realidad estábamos en la parte alta de estas montañas, y de que esto es una meseta, sacudida sin compasión  por la escarcha y los vientos helados que  irremediablemente trae el invierno y que circulan por aquí a su libre albedrío, sin obstáculo alguno, pues todo cuanto encuentran es espacio libre, sin impedimentos, sin cimas que bordear, ni barrancos que penetrar. Todo cuanto puedo ver desde aquí queda más abajo de mi mirada, nada hay por encima, salvo las atrevidas nubes que circulan por el cielo raso, y los pájaros, que desde estas alturas parecen más grandes.  Hace mucho rato que no veo ninguna casa, y que aparte de los pedruscos redondos, enormes, moldeados cual piedras de río gigantescas, aparte de los romeros que, veo, están floreciendo, o los árboles que aquí danzan al viento, cual danzarines improvisando un baile, aparte de todo eso, no hay nada más que tierra y carretera.  Una carretera amable, dócil, fácil de transitar, diáfana, rodeada de ese color verde que tanto me está acompañando en este viaje.

   De repente, al fondo, El Duero. Mi Duero, y quizás la primera vez que le veo pisar tierras portuguesas.
   Atravesamos Sendim, uno más de los pueblos, uno cualquiera: Calles bien asfaltadas, acebos,  a un lado el Sol dominante, al otro, un gran nubarrón, azul marino, casi negro, que amenaza con estropearnos el día.

   Luego la autovía, nos pasea de nuevo por una ruta mesetaria otoñal, donde el amarillo, el ocre, el anaranjado intenso o el rojizo, se disputan el paisaje mezclándose unos con otros. Un idílico entorno digno de ser descrito en uno de esos  poemas suaves, que tienen musicalidad, un poema de esos en los que las palabras parecen danzar sigilosamente, un paisaje digno de ser inmortalizado en un óleo o en un acuarela, digno de que el mejor de los escritores imagine una novela entre estos parajes, o de que simplemente un niño sonría abiertamente ante la magnitud de la naturaleza.. Las piedras redondeadas, gigantescas, abrillantadas, forradas de musgo algunas, resecas otras, se amontonan formando pequeñas hondonadas, subiendo cuestas o bajándolas según se mire, formando imaginarias esculturas, que a simple vista, miradas por alguien poco observador, no deben pasar de meras piedras, pero observado con los ojos de un admirador del paisaje, se convierten en verdaderas obras de arquitectura, diseñadas por el más perfecto de los arquitectos, la madre naturaleza.




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